Por medio de las celebraciones litúrgicas, las personas somos santificadas. Esto es, Dios comparte su esencia divina, que no es otra que vivamos regidos por el amor y no dominados por el pecado. Así lo anunció Jesús en su vida de palabra y con obras. Jesús nos mostró el camino a la santidad: amar al prójimo como a nosotros mismos. Y él lo llevó al extremo muriendo en la cruz por nuestra salvación, haciéndonos partícipes de su triunfo sobre el pecado y sobre la muerte para que andemos en una vida nueva.
Cada vez que celebramos actualizamos los frutos de esa victoria de Cristo para que siga presente, operante, en los creyentes de cada época, también en los de hoy día. Usando la terminología de la teología litúrgica denominamos a esta actualización «memorial» o, en su expresión griega, «anámnesis».
Por eso, Sacrosanctum Concilium nos recordará que «nuestro Salvador, en la última cena, la noche que le traicionaban, instituyó el sacrificio eucarístico de su cuerpo y sangre, con lo cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz y a confiar a su esposa, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección» (núm. 47).
De modo que la liturgia cristiana no recuerda los acontecimientos que nos salvaron, sino que los actualiza, los hace presentes. La muerte y resurrección de Cristo es necesario actualizarlas para que su fuerza salvífica siga operante en las generaciones cristianas venideras. Así, cada vez que la celebramos, el amor que se derramó en la cruz se revive para que seamos partícipes de la vida de Cristo resucitado.
Como afirma el papa Francisco, «en la Eucaristía y en todos los sacramentos se nos garantiza la posibilidad de encontrarnos con el Señor Jesús y de ser alcanzados por el poder de su Pascua. El poder salvífico del sacrificio de Jesús, de cada una de sus palabras, de cada uno de sus gestos, mirada, sentimiento, nos alcanza en la celebración de los sacramentos» (Desiderio desideravi 11).
En resumen, podemos afirmar que la liturgia nos hace partícipes de la vida divina, la liturgia nos santifica. Por eso dirá Sacrosanctum Concilium que «en ella los signos sensibles significan y, cada uno a su manera, realizan la santificación del hombre» (núm. 7), que en la liturgia «se obtiene con la máxima eficacia la santificación de los hombres» (núm. 10).