Jesús, en la última cena tomó el pan, dio gracias, lo partió y lo repartió. Lo mismo hizo con la copa de vino. E invitó a sus discípulos a repetir esa cena como conmemoración de su muerte sacrificial. Como marco de la institución de la Eucaristía Jesús lavó los pies a los apóstoles para manifestar que esa debía ser la actitud de sus discípulos y les dio el mandamiento de amor porque esa sería la señal de los cristianos.
De modo que la Eucaristía, que actualiza el sacrificio nuevo y eterno haciéndonos partícipes de la vida gloriosa de Cristo resucitado, debe llevarnos al servicio al prójimo y al amor a todos, incluso a los enemigos. Y así lo pedimos en la oración colecta de la misa de la cena del Señor del Jueves Santo: «Te pedimos alcanzar de tan gran misterio la plenitud de caridad y de vida». O, en la oración sobre las ofrendas de esa misma celebración pedimos a Dios que nos conceda «los dones de la paz y de la unidad, místicamente representados en los dones que hemos ofrecido».
San Pablo al conocer la división que reinaba en la comunidad de Corinto cuando se reunían para comer la cena del Señor, les reprende: «Eso no es comer la cena del Señor»; «¿Qué queréis que os diga? ¿Que os alabe? En esto no os alabo» (1Cor 11, 20b. 22b). Porque como manifiesta la epíclesis sobre la comunidad de la plegaria eucarística, los que participan en el cuerpo y sangre de Cristo son congregados en la unidad por el Espíritu Santo. Ya la antigua oración eucarística recogida en la Didaché lo expresaba: «Así como este fragmento (pan partido) estaba disperso sobre los montes y, reunido, se ha hecho uno, reúne asimismo a tu Iglesia» (IX, 4). De modo que participar en el cuerpo y en la sangre de Cristo debe dar frutos en el cristiano o cristiana.
Las controversias eucarísticas de inicios del segundo milenio que ponían en duda la presencia real de Cristo en la Eucaristía, o el modo de esta presencia propiciaron el nacimiento de la devoción eucarística y la institución de la fiesta del Corpus Christi en el siglo xiii. Y a partir de entonces fue potenciándose.
Sin embargo, esta adoración eucarística no puede desligarse de la Eucaristía y, por supuesto, de los frutos de la Eucaristía. Adorar la Eucaristía en sí misma, venerar a Cristo presente en las especies eucarísticas sin que eso repercuta en nuestras vidas, no deja de ser una espiritualidad hueca. En época reciente hemos visto usar la custodia con el pan consagrado como si de un «objeto mágico» se tratara. Deberíamos decir como san Pablo a la comunidad de Corinto: «¿Qué queréis que os diga? ¿Que os alabe? En esto no os alabo».
El culto eucarístico debe llevarnos a una auténtica espiritualidad eucarística y la espiritualidad eucarística debe llevarnos a poner en práctica las obras propias de los discípulos de Cristo que hemos mencionado que están en la esencia de la Eucaristía: servicio, amor, unidad. Pues si éstas no se dan, la adoración eucarística no dejará de ser superficial, o como se diría en lenguaje de hoy en día, un postureo. Recordemos las palabras del apóstol Santiago en su carta al relacionar fe y obras (2, 18) y cambiemos la palabra «fe» por «espiritualidad eucarística»: «Tú tienes espiritualidad eucarística y yo tengo obras, muéstrame esa espiritualidad eucarística tuya sin las obras, y yo con mis obras te mostraré la espiritualidad eucarística».