IGLESIA DE LOS VIVOS, DE LOS DIFUNTOS Y DE LOS SANTOS

La celebración litúrgica no es una reunión de un grupo de cristianos inconexos del resto de creyentes, sino que celebran en comunión con toda la Iglesia, esto es, en comunión con la triple realidad eclesial: los cristianos que peregrinan en este mundo; los cristianos ya difuntos que esperan la visión de Dios; los cristianos que participan de la gloria celestial.

Esta triple realidad eclesial resuena en el Año Litúrgico en el mes de noviembre en tres celebraciones: la solemnidad de todos los santos (1 de noviembre), la conmemoración de todos los fieles difuntos (2 de noviembre) y la fiesta de la dedicación de San Juan de Letrán (9 de noviembre).

Solemnidad de todos los santos

En este día festejamos a todos aquellos cristianos que han vivido con fidelidad y radicalidad el evangelio de Cristo, conocidos y desconocidos, los que están inscritos en el santoral y los que su santidad no ha tenido reconocimiento oficial. En definitiva, esa «muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua» (Ap 7, 9) que contemplan el rostro de Dios.

Conmemoración de todos los fieles difuntos

Aunque en multitud de ocasiones tenemos presentes a nuestros difuntos, el día 2 de noviembre, la liturgia nos invita a rezar particularmente por ellos para evocar en los cristianos la esperanza de la resurrección y la participación en la vida divina. «Porque –como dice el prefacio I de difuntos– la vida de los que en ti creemos, no termina, se transforma y al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo».

Fiesta de la dedicación de San Juan de Letrán

La basílica de San Juan, que se encuentra en la colina lateranense de Roma, es la catedral del papa, en ella se encuentra la cátedra del sucesor de Pedro. Él es la cabeza de la Iglesia, por ello al celebrar la dedicación de la primera y principal catedral, «madre y cabeza de todas las iglesias de la ciudad y del mundo» como leemos en su fachada principal (omnium Urbis et Orbis ecclesiarum mater et caput), volvemos nuestra mirada a la Iglesia terrenal, que camina en comunión con el papa. Y, además, nos hace presente que cada cristiano es un verdadero templo de Dios: «Generosamente te dignas habitar en toda casa consagrada a la oración, para hacer de nosotros, con la ayuda constante de tu gracia, templo del Espíritu Santo, resplandeciente por la santidad de vida» (Prefacio).

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