EL ENCUENTRO SACRAMENTAL CON DIOS

Ante la amenaza divina de destrucción de Sodoma (cf. Gén 18, 20-31), Abrahán intercede ante Dios con el deseo de salvar la ciudad del fuego exterminador. Y en su negociación consigue que si se encuentran 50 inocentes en la ciudad, en atención a esos 50 no será destruida. Se inicia entonces un diálogo de «regateo» entre Dios y Abrahán bajando el número a 45, 40, 30, 20 y finalmente 10. De modo que si se encontraban 10 inocentes en la ciudad, se salvaría en atención a esos 10.

Este «regateo» con la divinidad recogido en el Antiguo Testamento nos sirve de trasfondo, salvando las distancias, para el proceso que en la historia se dio con los sacramentos, con el encuentro sacramental con Dios.

Los sacramentos son definidos en el Catecismo de la Iglesia católica como «signos eficaces de la gracia» (núm. 1131). Esto es, Dios actúa por medio de los signos sacramentales. El propio san Agustín dirá sobre el bautismo: «accedit verbum ad elementum, et fit sacramentum» (se une la palabra a la materia y se hace el sacramento) (In Iohannis evangelium tractatus 80, 3). De tal manera que materia y palabras han sido dos conceptos clave en la teología sacramentaria. Todo esto se enmarca en una celebración litúrgica. Pero, a partir de la escolástica, comenzaron a cuestionarse cuál era el mínimo que debía darse para que actuara la gracia divina. Y podríamos decir que entonces comenzó el «regateo» sacramental hasta dejar lo que se consideraba esencial, la materia y forma que no podían faltar y que no podían modificarse.

Por ejemplo, el bautismo comienza con una acogida y sigue con la liturgia de la Palabra, unos ritos preparatorios, la efusión del agua con las palabras «yo te bautizo en el nombre del Padre…», los ritos explicativos, etc. ¿Qué no puede faltar de todo eso?, empezaron a preguntarse en la escolástica. El agua y las palabras «yo te bautizo en el nombre del Padre…», fue la respuesta. Entonces, ¿el resto no es necesario? Sí, pero en algunas circunstancias pueden omitirse, como el peligro de muerte por ejemplo.

A partir de ahí comenzó una casuística para intentar salvar los cientos de interrogantes que surgen. Y concretamente para la misa se redactó una relación de problemas que podrían ocurrir durante la celebración y cómo solucionarlos para que el sacramento fuera válido, que figuran en la sección De defectibus in celebratione missae occurentius del Misal de san Pío V. Y, a este respecto, eran esenciales las palabras de la consagración unidas a la materia eucarística, esto es, el pan y el vino. Pero, ¿si un sacerdote entra en una panadería y dice las palabras de la consagración, se convierte todo ese pan en cuerpo de Cristo? Claro que no, es evidente que no las podemos extraer, cual fórmula mágica, del contexto litúrgico celebrativo.

Así, el Concilio Vaticano II, en su Constitución sobre la sagrada liturgia Sacrosanctum Concilium prefirió hablar de ritus et preces (núm. 48), retomando un lenguaje patrístico que nos introduce en los sacramentos de modo mistagógico. Sin embargo, la reciente Nota Gestis verbisque, publicada el pasado 2 de febrero de 2024 por el Dicasterio para la Doctrina de la Fe, ha querido precisar la validez de los sacramentos retomando el lenguaje de materia y forma. De todos modos, el lenguaje simbólico no nos debe lanzar a los mínimos de la validez sino a los máximos del encuentro gratuito con Dios que acontece en los sacramentos.

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