Un año más, celebramos el nacimiento de Jesús, el Hijo de Dios, el Hijo de María Virgen en Belén de Judá. La historia de la salvación que Dios había iniciado siglos atrás para comunicarnos su propia vida, llega a plenitud con la encarnación y el nacimiento de Cristo: Dios se ha hecho hombre para que los hombres participemos de su divinidad. Por medio del nacimiento de su Hijo, Dios nos comunica su gracia haciéndonos nacer como hijos suyos. El Verbo pre-existente, la Palabra viviente, acampa entre nosotros, nos revela al Padre y nos hace partícipes de la plenitud de su amor y de su vida.
Por tanto, Navidad es un día para adorar, para agradecer, para sentirse feliz. Nosotros como los pastores queremos contemplar a Jesús para llenarnos de su gozo y su alegría, para sentir que vive entre nosotros el Salvador del mundo. En los relatos evangélicos del nacimiento de Jesús descubrimos que nace en la sencillez, en la humildad, en lo escondido… También hoy en día si queremos descubrir a Jesús deberemos buscarlo en las cosas pequeñas, no en realidades grandiosas, en lo oculto de nuestros corazones… Las luces, las fiestas, las comidas, las compras, los regalos, etc. no deben ensombrecer el espíritu profundo de la Navidad. Todo eso es consecuencia. Si detrás de esas manifestaciones externas no está Jesús que nace para que le acojamos como nuestro Señor, para que le sigamos en nuestro obrar, para que le imitemos con todo nuestro ser, la Navidad sería un envoltorio hueco. Celebrar la Navidad significa hacer sitio al amor de Dios en nuestro programa de vida. De esta manera llegaremos a ser de verdad hijos de Dios. De esta manera viviremos como auténticos cristianos. De esta manera podremos desearnos con todo su sentido: ¡Feliz Navidad!