Estamos inmersos en la Cuaresma. El término que se emplea para desig[1]nar este tiempo litúrgico, Cuaresma –Quadragesima en latín-, proviene de la palabra cuarenta o mejor de su correspondiente número ordinal, cuadragésimo –quadragesimus en latín–. Esta correspondencia terminológica se intuye en castellano, pero en latín es evidente. Se trata, según su etimología, de cuarenta días; cuarenta días en los que se llama a los fieles a la conversión para que por medio de la oración, el ayuno y la limosna lleguen con el corazón limpio y el espíritu renovado a la Pascua. El número cuarenta fue elegido por su honda resonancia bíblica: cuarenta días duró el diluvio (cf. Gn 7, 40); cuarenta años peregrinó Israel por el desierto desde que salió de Egipto hasta que llegó a la tierra de Canaán (cf. Ex 16, 35); cuarenta días caminó Elías al monte Horeb para encontrarse con Dios (cf. 1Re 19, 8); cuarenta días hizo penitencia la ciudad de Nínive en respuesta a la predicación de Jonás (cf. Jon 3, 4); cuarenta días ayunó Jesús en el desierto antes de comenzar su misión (cf. Mt 4, 1). Sin embargo, si contamos desde el Miércoles de Ceniza, inicio de la Cuaresma, hasta el Jueves Santo, que comienza el Triduo Pascual, tenemos cuarenta y cuatro días. Esto no significa que hubiera habido un error al configurar la Cuaresma. Todo lo contrario. Debemos ser conscientes de que se trata de cuarenta días de penitencia y los domingos no son días de penitencia (hoy es un día consagrado a nuestro Dios –dice el libro de Nehemías (8,9)–, no hagáis duelo ni lloréis). De modo que, si restamos los seis domingos que hay en la Cuaresma, son treinta y ocho días. Y dado que la penitencia se prolonga hasta la Vigilia Pascual, también debemos incluir el Viernes y Sábado santos. Entonces, sí que se alcanza la cifra de cuarenta días de penitencia antes de la Pascua.