Sacrosanctum Concilium proclamó la presencia de Cristo en la Palabra: «[Cristo] está presente en su Palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es él quien habla» (núm. 7).
No obstante, los santos padres ya lo habían afirmado con claridad. Así, por ejemplo, se expresaba san Jerónimo (†420) al comentar el salmo 147: «Nosotros leemos las Sagradas Escrituras. Yo pienso que el evangelio es el cuerpo de Cristo; yo pienso que las Sagradas Escrituras son su enseñanza. Y cuando él dice: “Quién no come mi carne y bebe mi sangre” (Jn 6,53), aunque estas palabras puedan entenderse como referidas también al misterio [eucarístico], sin embargo, el cuerpo de Cristo y su sangre es realmente la palabra de la Escritura, es la enseñanza de Dios. Cuando acudimos al misterio [eucarístico], si cae una partícula, nos sentimos perdidos. Y cuando estamos escuchando la Palabra de Dios, y se nos vierte en el oído la Palabra de Dios y la carne y la sangre de Cristo, mientras que nosotros estamos pensando en otra cosa, ¿cuántos graves peligros corremos?».
Esta presencia de Cristo en la proclamación del evangelio se manifiesta ritualmente: nos ponemos de pie, se puede incensar el libro de los evangelios, unos cirios pueden situarse a ambos lados del ambón mientras se lee el texto sagrado y un beso de veneración sella la lectura evangélica. Además, el obispo en las celebraciones más solemnes puede bendecir con el Evangeliario al pueblo.
El magisterio dio un paso más a la hora de hablar de la presencia de Cristo en la Palabra con la Exhortación postsinodal Verbum Domini del papa Benedicto XVI, al afirmar la sacramentalidad de la Palabra. Ésta tiene su origen en la encarnación, esto es, la Palabra hecha carne (cf. Jn 1,14). Y puede entenderse en analogía con la presencia real de Cristo bajo las especies del pan y del vino consagrados. «Al acercarnos al altar y participar en el banquete eucarístico, realmente comulgamos el cuerpo y la sangre de Cristo. La proclamación de la Palabra de Dios en la celebración comporta reconocer que es Cristo mismo quien está presente y se dirige a nosotros para ser recibido» (núm. 56). Esto es, nosotros recibimos a Cristo en su Palabra, del mismo modo que recibimos a Cristo en el pan y el vino consagrados.